lunes, 26 de mayo de 2014

LA NOCHE DE LOS ALCARAVANES - García Márquez




Estábamos sentados, los tres, en torno a la mesa, cuando alguien introdujo una moneda en la ranura y el Wurlitzer volvió a iniciar el disco de toda la noche. Lo demás no tuvimos tiempo de pensarlo. Sucedió antes de que recordáramos dónde nos encontrábamos: antes de que hubiéramos recobrado el sentido de la orientación. Uno de nosotros extendió la mano por encima del mostrador, rastreando (nosotros no veíamos la mano. La oíamos), tropezó con un vaso y se quedó quieto después, con las dos manos descansando sobre la dura superficie. Entonces los tres nos buscamos en la sombra y nos encontramos allí, en las coyunturas de los treinta dedos que se amontonaban sobre el mostrador. Uno dijo: 
—Vamos. 
Y nos pusimos en pie, como si nada hubiera sucedido. Todavía no habíamos tenido tiempo para desconcertarnos. 
En el corredor, al pasar, oímos la música cercana, girando contra nosotros. Sentimos el olor a mujeres tristes, sentadas y esperando. Sentimos el prolongado vacío del corredor delante de nosotros, mientras caminábamos hacia la puerta, antes de que saliera a recibirnos el otro olor agrio de la mujer que se sentaba junto a la puerta. Nosotros dijimos: 
—Nos vamos. 
La mujer no respondió nada. Sentimos el crujido de un mecedor, cediendo hacia arriba, cuando ella se puso en pie. Sentimos las pisadas en la madera suelta y otra vez el retorno de la mujer, cuando volvieron a crujir los goznes y la puerta se ajustó a nuestras espaldas. 
Nos dimos vuelta. Allí mismo, detrás, había un duro aire cortante de madrugada invisible y una voz que decía: 
—Apártense de ahí, voy a pasar con esto. 
Nos echamos hacia atrás. Y la voz volvió a decir: 
—Todavía están contra la puerta. 
Y sólo entonces, cuando nos habíamos movido hacia todos lados y habíamos encontrado la voz por todas partes, dijimos: 
—No podemos salir de aquí. Los alcaravanes nos sacaron los ojos. 
Después oímos abrirse varias puertas. Uno de nosotros se soltó de las otras manos y lo oímos arrastrarse en la sombra, vacilando, tropezando con los objetos que nos rodeaban. Habló desde algún sitio de la oscuridad: 
—Ya debemos estar cerca —dijo—. Por aquí hay un olor a baúles amontonados. 
Sentimos otra vez el contacto de sus manos; nos recostamos contra la pared y otra voz pasó entonces pero en dirección contraria. 
—Pueden ser ataúdes —dijo uno de nosotros. 
El que se había arrastrado hasta el rincón y respiraba ahora a nuestro lado dijo: 
—Son baúles. Desde pequeño aprendí a distinguir el olor de la ropa guardada. 
Entonces nos movimos hacia allá. El suelo era blando y liso, como de tierra pisada. Alguien extendió una mano. Sentimos un contacto de piel larga y viva, pero ya no sentimos la pared del otro lado. 
—Esto es una mujer —dijimos. 
El otro, el que había hablado de los baúles, dijo: 
—Creo que está durmiendo. 
El cuerpo se sacudió bajo nuestras manos; tembló; lo sentimos escurrirse, pero no como si se hubiera puesto fuera de nuestro alcance, sino como si hubiera dejado de existir. Sin embargo, después de un instante en que permanecimos quietos, endurecidos, recostados hombro contra hombro, oímos su voz. 
—¿Quién anda por ahí? —dijo. 
—Somos nosotros —respondimos sin movernos. 
Se oyó el movimiento en la cama; el crujir y el rastro de los pies buscando las pantuflas en la oscuridad. Entonces imaginamos a la mujer sentada, mirándonos cuando todavía no acababa de despertar. 
—¿Qué hacen aquí? —dijo. 
Y nosotros dijimos: 
—No lo sabemos. Los alcaravanes nos sacaron los ojos. 
La voz dijo que había oído algo de eso. Que los periódicos habían dicho que tres hombres estaban tomando cerveza en un patio donde había cinco o seis alcaravanes. Siete alcaravanes. Uno de los hombres se puso a cantar como un alcaraván, imitándolos. 
—Lo malo fue que dio una hora retrasada —dijo—. Fue entonces cuando los pájaros saltaron a la mesa y les sacaron los ojos. 
Dijo que eso habían dicho los periódicos, pero que nadie les había creído. Nosotros dijimos: 
—Si la gente fue allá debieron ver los alca¬ravanes. 
Y la mujer dijo: 
—Fueron. El patio estaba lleno de gente, al otro día, pero la mujer ya se había llevado los alcaravanes a otra parte. 
Cuando nos dimos la vuelta, la mujer dejó de hablar. Allí estaba otra vez la pared. Con sólo dar vueltas encontrábamos la pared. En torno a nosotros, cercándonos, estaba siempre una pared. Uno volvió a soltarse de nuestras manos. Lo oímos rastrear otra vez, olfatean¬do el suelo, diciendo: 
—Ahora no sé por dónde andan los baúles. Creo que ya andamos por otra parte. 
Y nosotros dijimos: 
—Ven acá. Alguien está aquí, junto a nosotros. 
Lo oímos acercarse. Lo sentimos levantarse a nuestro lado y otra vez nos golpeó su aliento tibio en el rostro. 
—Estira las manos hacia allá —le dijimos—. Allí hay alguien que nos conoce. 
Él debió extender la mano; debió moverse hacia donde le indicamos, porque un instante después regresó para decirnos: 
—Creo que es un muchacho. 
Y le dijimos: 
—Está bien, pregúntale si nos conoce. 
Él hizo la pregunta. Oímos la voz apática y simple del muchacho que decía: 
—Sí los conozco. Son los tres hombres a quienes los alcaravanes les sacaron los ojos. 
Entonces habló una voz adulta. Una voz de mujer que parecía estar detrás de una puerta cerrada, diciendo: 
—Ya estás hablando solo. 
Y la voz infantil dijo despreocupadamente: 
—No. Es que aquí están los hombres a quienes los alcaravanes les sacaron los ojos. 
Se oyó un ruido de goznes y luego la voz adulta, más cercana que la primera vez. 
—Llévalos a su casa —dijo. 
Y el muchacho dijo: 
—No sé dónde viven. 
Y la voz adulta dijo: 
—No seas de mala índole. Todo el mundo sabe dónde viven desde la noche en que los alcaravanes les sacaron los ojos. 
Luego siguió hablando en otro tono, como si se dirigiera a nosotros: 
—Lo que pasa es que nadie ha querido creerlo y dicen que fue una falsa noticia de los periódicos para aumentar las ventas. Nadie ha visto los alcaravanes. 
Y nosotros dijimos: 
—Pero nadie me creería si los llevo por la calle. 
Nosotros no nos movíamos; estábamos quietos, recostados contra la pared, oyéndola. Y la mujer dijo: 
—Si éste quiere llevarlos es distinto. Después de todo, nadie daría importancia a lo que dijera un muchacho. 
La voz infantil intervino: 
—Si salgo a la calle con ellos y digo que son los hombres a quienes los alcaravanes les sacaron los ojos, los muchachos me tirarían piedras. Todo el mundo dice por la calle que eso no puede suceder. 
Hubo un instante de silencio. Luego la puerta volvió a cerrarse, y el muchacho volvió a hablar: 
—Además, ahora estoy leyendo a Terry y los Piratas. 
Alguien nos dijo al oído: 
—Voy a convencerlo. 
Se arrastró hacia donde estaba la voz. 
—Eso me gusta —dijo—. Por lo menos, dinos qué le pasó a Terry esta semana. 
Está tratando de hacerse a su confianza, pensamos. Pero el muchacho dijo: 
—Eso no me interesa. Lo único que me gusta son los colores. 
—Terry estaba en un laberinto —dijimos. Y el muchacho dijo: 
—Eso fue el viernes. Hoy es domingo y lo que me interesa son los colores —y lo dijo con la voz fría, desapasionada, indiferente. 
Cuando el otro regresó, dijimos: 
—Llevamos como tres días de estar perdidos y no hemos descansado una sola vez. 
Y uno dijo: 
—Está bien. Vamos a descansar un rato, pero sin soltarnos de las manos. 
Nos sentamos. Un invisible sol tibio empezó a calentarnos en los hombros. Pero ni siquiera la presencia del sol nos interesaba. La sentíamos ahí, en cualquier parte, habiendo perdido ya la noción de las distancias, de la hora, de las direcciones. Pasaron varias voces. 
—Los alcaravanes nos sacaron los ojos —dijimos. 
Y una de las voces dijo: 
—Éstos tomaron en serio a los periódicos. 
Las voces desaparecieron. Y seguimos sentados así, hombro contra hombro, esperando a que en aquel pasar de voces, en aquel de imá¬genes pasara un olor o una voz conocidos. El sol siguió calentando sobre nuestras cabezas. Entonces alguien dijo: 
—Vamos otra vez hacia la pared. 
Y los otros, inmóviles, con la cabeza levantada hacia la claridad invisible: 
—Todavía no. Esperemos siquiera a que el sol empiece a ardernos en la cara.




domingo, 25 de mayo de 2014

Alicia y otras cuestiones: génesis de una buena historia venezolana



Hace poco un amigo me obsequió un libro de contextura delgada (sesenta y cuatro páginas con letra pequeña), grande en el sentido de que no es de esas ediciones de bolsillo, publicado por el Fondo Editorial del Caribe. En letras moradas el título resaltaba: Alicia y otras cuestiones, un poco más abajo estaba el nombre del autor en letras negras y al lado de ambos las palabras: colección narrativa.

He aquí mi opinión:

Considero que una crítica a esta novela puede estar llena de elogios, y empiezo por su lenguaje narrativo: dinámico, limpio, sin barroquismos, sin venezolanismos teatrales, con un buen uso de los diálogos y muy buenas descripciones de escenarios, personajes y situaciones. No es una novela "experimental", para mi regocijo, puesto que el experimentalismo en la literatura venezolana, tal vez por influencia de Cortázar, es una tendencia demasiado recurrente entre quienes pretenden ser narradores. Yo (y conozco a otros varios que comparten esta opinión) considero esa tendencia como fastidiosa de leer.

La historia te atrapa de inmediato gracias al buen modo de narrar del autor a través de la primera persona del protagonista, un periodista. El inicio te ofrece una (porque son varias) de las intrigas de la trama: la muerte de una mujer; te describe el escenario general que es Caracas, con su calor, su tráfico, sus ocasos, etc.  Poco a poco se van dando a conocer, el contexto histórico: la crisis nacional a finales de 2002; los personajes que irán encontrándose con nuestro narrador (su amigo con un trabajo misterioso, la familia de éste, una vecina anciana que es su única amiga del edificio, una amante con la que baja a La Guaira y conversan de la vida, su nuevo compañero de reportaje, su jefe, el ambiente de trabajo...); la investigación del protagonista sobre un accidente de tráfico, una amiga poeta fallecida, el amigo llamándolo desde un lugar remoto con mala cobertura; y, finalmente, la soledad de quien protagoniza la historia, muy bien lograda sin duda, como un vivo retrato de cualquier persona en un país de crisis en cualquier época. Ese retrato de la soledad puede compararse con muchos clásicos de la literatura, pero me atrevo a hacerlo con Simone, de Eduardo Lalo, la más reciente ganadora del Premio Rómulo Gallegos. Sin embargo considero que Alicia y otras cuestiones ofrece una intriga más atractiva que dicha novela.

Ahora estoy obligado a refutar un poco esta visión célebre de la novela de Edgar Rubio Marcano, y esto va a que la novela sigue pareciendo un borrador.

El universo de Alicia y otras cuestiones requiere de más páginas que terminen los puntos oscuros de la novela, a no ser el caso de Rubio Marcano pretendiendo hacer una continuación, pero esto no lo creo, o si es verdad no trascendería de una simple idea, perdonen el pesimismo. El final de la historia es como el final de uno de sus capítulos, yo como lector sigo esperando por más. Además, de que esas incógnitas son un muy buen toque cinematográfico, podríamos decir, y ese es un toque que bien puede enamorar a los venezolanos a la literatura nacional. También consideraría cambiarle el título al libro porque en sí, no atrae mucho.

Yo espero que el escritor de esta obra no se ensimisme y busque trascender, porque tiene aquí un buen génesis de novela, y si llega a continuar, tendría incluso el génesis de una nueva época para la narrativa venezolana, época que murió hace mucho con Pocaterra, Guillermo Meneses, Julio Garmendia, el Gran Rómulo Gallegos, Otero Silva y País Portátil de González León.