lunes, 30 de junio de 2014

SI MIS MANOS PUDIERAN DESHOJAR: de Federico García Lorca

Federico García Lorca (España, 1898-1936)



SI MIS MANOS PUDIERAN DESHOJAR


Yo pronuncio tu nombre

en las noches oscuras,
cuando vienen los astros
a beber en la luna
y duermen los ramajes
de las frondas ocultas.
Y yo me siento hueco
de pasión y de música.
Loco reloj que canta
muertas horas antiguas.

Yo pronuncio tu nombre,

en esta noche oscura,
y tu nombre me suena
más lejano que nunca.
Más lejano que todas las estrellas
y más doliente que la mansa lluvia.

¿Te querré como entonces

alguna vez? ¿Qué culpa
tiene mi corazón?
Si la niebla se esfuma,
¿qué otra pasión me espera?
¿Será tranquila y pura?
¡Si mis dedos pudieran
deshojar a la luna!








domingo, 29 de junio de 2014

PAÍS: un poema de Juan Gelman

Juan Gelman (Argentina, 1930 - México, 2014)




PAÍS


¿El universo? Claro. ¿El infinito? Además. 
¿La carne? Desde luego. Carne celeste o con un cielo arriba que nubla cuando tocas el odio y llueve un agua triste. 
Una vaca pace en el hueso que vas a recordar. 
¿Y los que olvidan? 
¿Se tapan como indios las vergüenzas? 
País desaparecido en una gorra militar, 
¿estás en lo que venga? 
Lo que vino es cobardía y desprecio. 
Tumbas cavadas en el agua, Paul Celan. 
El día me recuerda que no soy árbol y no tengo raíces de pájaro. 
Vivo vagamente 
y nadie me ve entrar.






ENTRE ESTATUAS - TODO EL INSTANTE - HASTA MAÑANA: tres poemas de Mario Benedetti

Mario Benedetti (Uruguay, 1920-2009)




ENTRE ESTATUAS

No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no te salves ahora
ni nunca
no te salves
no te llenes de gracia
no te arrepientas
cuando
alguien te lo aconseje
no reserves del mundo
sólo
un rincón tranquilo
no dejes caer lo párpados
pesados como juicios
no te seques sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo

y si
después de todo
no puedes evitarlo
y congelas el jubilo
y te quedas inmóvil
y te salvas
entonces
no te quedes


conmigo.



...


TODO EL INSTANTE

Varón urgente
hembra repentina

no pierdan tiempo
quiéranse

dejen todo en el beso
palpen la carne nueva
gasten el coito único
destrúyanse

sabiendo

que el tiempo pasará
que está pasando
que ya ha pasado para
los dos
urgente viejo
anciana repentina.




...


HASTA MAÑANA

Voy a cerrar los ojos en voz baja 
voy a meterme a tientas en el sueño. 
En este instante el odio no trabaja 
para la muerte que es su pobre dueño 
la voluntad suspende su latido 
y yo me siento lejos, tan pequeño 

que a Dios invoco, pero no le pido 
nada, con tal de compartir apenas 
este universo que hemos conseguido 

por las malas y a veces por las buenas. 
¿Por qué el mundo soñado no es el mismo 
que este mundo de muerte a manos llenas? 

Mi pesadilla es siempre el optimismo: 
me duermo débil, sueño que soy fuerte, 
pero el futuro aguarda. Es un abismo. 

No me lo digan cuando me despierte.





martes, 24 de junio de 2014

COLA APLASTADA DE CIGARRO Y NUESTRA CANCIÓN: dos somaris de Gustavo Pereira

Gustavo Pereira (Punta de Piedras, Isla de Margarita, 1940)






COLA APLASTADA DE CIGARRO


Yo tenía el peso de un tormento pero ahora
                me aplastan los tormentos
Hurgo en mí
pero solo hallo una pobre cola aplastada de cigarro entre
                los restos de la fiesta
La fiesta y yo hemos terminado
En medio de la sala la lámpara y yo nos ponemos a temblar
                como dos estúpidos amantes con frío
Yo tenía el peso de un tormento
¡Pero ahora tengo una sala vacía y todas las tormentas!




NUESTRA CANCIÓN


El tiempo que toma el corazón para representar
en el pecho su llama
El tiempo que adviene tras el primer amanecer
y el que huye en la noche pintarrajeada por los avisos
El que brota en el hueso como aspa El tiempo
loco de mi país
El tiempo que cruza la cara y se cuelga del traje
o el perdido en nosotros
El tiempo de amar nuevamente
El tiempo que acaso establece
                                          el engaño el ardid o la duda
El que arroja sus magias
El tiempo del pan y la sopa el tiempo de los otros
El tiempo de la certeza irremediable
El tiempo irrefrenable de los trenes que parten
El tiempo en que cada mañana es la cuerda que el viento hace sonar.












(Tomado del libro Sumario de Somaris)



domingo, 22 de junio de 2014

LA TERCERA ORILLA DEL RÍO: de João Guimarães Rosa (Cuento)


 João Guimarães Rosa (Brasil, 1908-1967)



LA TERCERA ORILLA DEL RÍO

(Original: A terceira margem do rio)





Nuestro padre era hombre cumplidor, de orden, positivo; y así había sido desde muy joven y aún de niño, según me testimoniaron diversas personas sensatas, cuando les pedí información.De lo que yo mismo me acuerdo, él no parecía más raro ni más triste que otros conocidos nuestros. Sólo tranquilo. Nuestra madre era quien gobernaba y peleaba a diario con nosotros -mi hermana, mi hermano y yo. Pero sucedió que, cierto día, nuestro padre mandó hacerse una canoa 
Iba en serio. Encargó una canoa especial, de madera de viñátigo, pequeña, sólo con la tablilla de popa, como para caber justo el remero. Pero tuvo que fabricarse toda con una madera escogida, fuerte y arqueada en seco, apropiada para que durara en el agua unos veinte o treinta años. Nuestra madre maldijo la idea. ¿Sería posible que él, que no andaba en esas artes, se fuera a dedicar ahora a pescatas y cacerías? Nuestro padre no decía nada. Nuestra casa, por entonces, aún estaba más cerca del río, ni a un cuarto de legua: el río por allí se extendía grande, profundo, navegable como siempre. Ancho, que no podía divisarse la otra ribera. Y no puedo olvidarme del día en que la canoa estuvo lista.
Sin pena ni alegría, nuestro padre se caló el sombrero y nos dirigió un adiós a todos. No dijo otras palabras, no tomó fardel ni ropa, no hizo ninguna recomendación. Nuestra madre, nosotros pensamos que iba a bramar, pero permaneció blanca de tan pálida, se mordió los labios y gritó: “Se vaya usted o usted se quede, no vuelva usted nunca”. Nuestro padre no respondió. Me miró tranquilo, invitándome a seguirle unos pasos. Temí la ira de nuestra madre, pero obedecí en seguida de buena gana. El rumbo de aquello me animaba, tuve una idea y pregunté: “Padre, ¿me lleva con usted en su canoa?”. Él sólo se volvió a mirarme, y me dio su bendición, con gesto de mandarme a regresar. Hice como que me iba, pero aún volví, a la gruta del matorral, para enterarme. Nuestro padre entró en la canoa y desamarró, para remar. Y la canoa comenzó a irse -su sombra igual como un yacaré, completamente alargada.
Nuestro padre no volvió. No se había ido a ninguna parte. Sólo realizaba la idea de permanecer en aquellos espacios del río, de medio en medio, siempre dentro de la canoa, para no salir de ella, nunca más. Lo extraño de esa verdad nos espantó del todo a todos. Lo que no existía ocurría. Parientes, vecinos y conocidos nuestros se reunieron en consejo.
Nuestra madre, avergonzada, se comportó con mucha cordura; por eso, todos habían pensado de nuestro padre lo que no querían decir: locura. Sólo algunos creían, no obstante, que podría ser también el cumplimiento de una promesa; o que nuestro padre, quién sabe, por vergüenza de padecer alguna fea dolencia, como es la lepra, se retiraba a otro modo de vida, cerca y lejos de su familia. Las voces de las noticias que daban ciertas personas -caminantes, habitantes de las riberas, hasta de lo más apartado de la otra orilla- decían que nuestro padre nunca se disponía a tomar tierra, ni aquí ni allá, ni de día ni de noche, de modo que navegaba por el río, libre y solitario. Entonces, pues, nuestra madre y nuestros parientes habían establecido que el alimento que tuviera, oculto en la canoa, se acabaría; y él, o desembarcaba y se marchaba, para siempre, lo que se consideraba más probable, o se arrepentía, por fin, y volvía a casa.
Se engañaban. Yo mismo trataba de llevarle, cada día, un poco de comida robada: la idea la tuve, después de la primera noche, cuando nuestra gente encendió hogueras en la ribera del río, en tanto que, a la luz de ellas, se rezaba y se le llamaba. Después, al día siguiente, aparecí, con dulce de caña, pan de maíz, penca de bananas. Espié a nuestro padre, durante una hora, difícil de soportar: solo así, él a lo lejos, sentado en el fondo de la canoa, detenida en la tabla del río. Me vio, no remó para acá, no hizo ninguna señal. Le mostré la comida, la dejé en el hueco de piedra del barranco, a salvo de alimaña y al resguardo de lluvia y rocío. Eso, que hice y rehice, siempre, durante mucho tiempo. Sorpresa que tuve más tarde: que nuestra madre sabía de ese mi afán, sólo que simulando no saberlo; ella misma dejaba, a la mano, sobras de comida, a mi alcance. Nuestra madre no era muy expresiva.
Mandó venir a nuestro tío, hermano de ella, para ayudar en la hacienda y en los negocios. Mandó venir al maestro, para nosotros, los niños. Le pidió al cura que un día se revistiera, en la playa de la orilla, para conjurar y gritarle a nuestro padre el deber de desistir de la loca idea. En otra ocasión, por decisión de ella, vinieron dos soldados. Todo lo cual no sirvió de nada. Nuestro padre pasaba de largo, a la vista o escondido, cruzando en la canoa, sin dejar que nadie se acercara a agarrarlo o a hablarle. Incluso cuando fueron, no hace mucho, dos periodistas, que habían traído la lancha y trataban de sacarle una foto, no habían podido: nuestro padre desaparecía hacia la otra banda, guiaba la canoa al brezal, de muchas leguas, el que hay, por entre juncos y matorrales, y sólo él lo conocía, palmo a palmo, en la oscuridad, por entonces.
Tuvimos que acostumbrarnos a aquello. Apenas, porque a aquello, en sí, nunca nos acostumbramos, de verdad. Lo digo por mí que, cuando quería y cuando no, sólo en nuestro padre pensaba: era el asunto que andaba tras de mis pensamientos. Lo difícil era, que no se entendía de ninguna manera, cómo él aguantaba. De día y de noche, con sol o aguaceros, calor, escarcha, y en los terribles fríos del invierno, sin abrigo, sólo con el sombrero viejo en la cabeza, durante todas las semanas, y meses y años -sin darse cuenta de que se le iba la vida. No atracaba en ninguna de las dos riberas, ni en las islas y bajíos del río; no pisó nunca más ni tierra ni hierba. Aunque, al menos, para dormir un poco, él amarrara la canoa en algún islote, en lo escondido. Pero no armaba una hoguerita en la playa, ni disponía de su luz ya encendida, ni nunca más rascó una cerilla. Lo que comía era un apenas; incluso de lo que dejábamos entre las raíces de la ceiba o en el hueco de la piedra del barranco, él recogía poco, nunca lo bastante. ¿No enfermaba? Y la constante fuerza de los brazos, para mantener la canoa, resistiendo, incluso en el empuje de las crecidas, al subir el río, ahí, cuando al impulso de la enorme corriente del río, todo forma remolinos peligrosos, aquellos cuerpos de bichos muertos y troncos de árbol descendiendo -de espanto el encontronazo. Y nunca más habló ni una palabra, con nadie. Tampoco nosotros hablábamos de él. Sólo se pensaba en él. No, de nuestro padre no podíamos olvidarnos; y si, en algunos momentos, hacíamos como que olvidábamos, era sólo para despertar de nuevo, de repente, con su recuerdo, al paso de otros sobresaltos.
Mi hermana se casó; nuestra madre no quiso fiesta. Pensábamos en él cuando comíamos una comida más sabrosa; así como, en el abrigo de la noche, en el desamparo de esas noches de mucha lluvia, fría, fuerte, nuestro padre con sólo la mano y una calabaza para ir achicando la canoa del agua del temporal. A veces, algún conocido nuestro notaba que yo me iba pareciendo a nuestro padre. Pero yo sabía que él ahora se había vuelto greñudo, barbudo, con las uñas crecidas, débil y flaco, renegrido por el sol y la pelambre, con el aspecto de una alimaña, casi desnudo, apenas disponiendo de las ropas que, de vez en cuando, le dejábamos.
Ni quería saber de nosotros, ¿no nos tenía cariño? Pero, por el cariño mismo, por respeto, siempre que, a veces, me elogiaban por alguna cosa bien hecha, yo decía: “Fue mi padre el que un día me enseñó a hacerlo así…”; lo que no era cierto, exacto, sino una mentira piadosa. Porque, si él no se acordaba más, ni quería saber de nosotros, ¿por qué, entonces, no subía o descendía por el río, hacia otros lugares, lejos, en lo no encontrable? Sólo él sabría. Pero mi hermana tuvo un niño, ella se empeñó en que quería mostrarle el nieto. Fuimos, todos, al barranco; fue un día bonito, mi hermana con un vestido blanco, que había sido el de la boda, levantaba en los brazos a la criaturita, su marido sostenía, para proteger a los dos, la sombrilla. Le llamamos, esperamos. Nuestro padre no apareció. Mi hermana lloró, todos nosotros lloramos allí, abrazados.
Mi hermana se mudó, con su marido, lejos de aquí. Mi hermano se decidió y se fue, a una ciudad. Los tiempos cambiaban, en el rápido devenir de los tiempos. Nuestra madre acabó yéndose también, para siempre, a vivir con mi hermana; ya había envejecido. Yo me quedé aquí, el único. Yo nunca pude querer casarme. Yo permanecí, con las cargas de la vida. Nuestro padre necesitaba de mí, lo sé -en la navegación, en el río, en el yermo-, sin dar razón de sus hechos. O sea que, cuando quise saber e indagué en firme, me dijeron que habían dicho que constaba que nuestro padre, alguna vez, había revelado la explicación al hombre que le había preparado la canoa. Pero, ahora, ese hombre ya había muerto; nadie sabría, aunque hiciera memoria, nada más. Sólo en las charlas vanas, sin sentido, ocasionales, al comienzo, en la venida de las primeras crecidas del río, con lluvias que no escampaban, todos habían temido el fin del mundo, decían que nuestro padre había sido elegido, como Noé, que, por tanto, la canoa él la había anticipado; pues ahora medio lo recuerdo. Mi padre, yo no podía maldecirlo. Y ya me apuntaban las primeras canas.
Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué era de lo que yo tenía tanta, tanta culpa? Si mi padre siempre estaba ausente; y el río-río-río, el río - perpetuo pesar. Yo sufría ya el comienzo de la vejez -esta vida era sólo su demora. Ya tenía achaques, ansias, por aquí dentro, cansancios, molestias del reumatismo. ¿Y él? ¿Por qué? Debía padecer demasiado. De tan viejo, no habría, día más día menos, de flaquear su vigor, dejar que la canoa volcara o que vagara a la deriva, en la crecida del río, para despeñarse horas después, con estruendo en la caída de la cascada, brava, con hervor y muerte. Me apretaba el corazón. Él estaba allá, sin mi tranquilidad. Soy el culpable de lo que ni sé, de un abierto dolor, dentro de mí. Lo sabría -si las cosas fueran otras. Y fui madurando una idea.
Sin mirar atrás. ¿Estoy loco? No. En nuestra casa, la palabra loco no se decía, nunca más se dijo, en todos aquellos años, no se condenaba a nadie por loco. Nadie está loco. O, entonces, todos. Lo único que hice fue ir allá. Con un pañuelo, para hacerle señas. Yo estaba totalmente en mis cabales. Esperé. Por fin, apareció, ahí y allá, el rostro. Estaba allí, sentado en la popa. Estaba allí, a un grito. Le llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que me urgía, lo que había jurado y declarado, tuve que levantar la voz: “Padre, usted es viejo, ya cumplió lo suyo… Ahora, vuelva, no ha de hacer más… Usted regrese, y yo, ahora mismo, cuando ambos lo acordemos, yo tomo su lugar, el de usted, en la canoa...”. Y, al decir esto, mi corazón latió al compás de lo más cierto.
Él me oyó. Se puso en pie. Movió el remo en el agua, puso proa para acá, asintiendo. Y yo temblé, con fuerza, de repente: porque, antes, él había levantado el brazo y hecho un gesto de saludo -¡el primero, después de tantos años transcurridos! Y yo no podía… De miedo, erizados los cabellos, corrí, huí, me alejé de allí, de un modo desatinado. Porque me pareció que él venía del Más Allá. Y estoy pidiendo, pidiendo, pidiendo perdón.
Sufrí el hondo frío del miedo, enfermé. Sé que nadie supo más de él. ¿Soy un hombre, después de esa traición? Soy el que no fue, el que va a quedarse callado. Sé que ahora es tarde y temo perder la vida en los caminos del mundo. Pero, entonces, por lo menos, que, en el momento de la muerte, me agarren y me depositen también en una canoíta de nada, en esa agua que no para, de anchas orillas; y yo, río abajo, río afuera, río adentro -el río.



Fin



Traducción: Paz Díez Taboada

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viernes, 20 de junio de 2014

FELICIDAD CLANDESTINA: de la hermosa escritora Clarice Lispector (Cuento corto)

Clarice Lispector (Brasil, 1920-1977)



FELICIDAD CLANDESTINA



Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.
Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos".
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía Las travesuras de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!
Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena, le ordenó a su hija:
-Vas a prestar ahora mismo ese libro.
Y a mí:
-Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido?
Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.





miércoles, 18 de junio de 2014

LUNA DEL SANTO DOMINGO: de Guillermo Jiménez Leal (letra y audio)




[Transcripción libre]


LUNA DEL SANTO DOMINGO

Compositor: Guillermo Jiménez Leal



Luna del Santo Domingo
tú que llegas floreciendo detrás del cañabraval
baña de luz el camino
que el alazán de mi verso va sin rienda y sin bozal
y cuando veas el balcón donde está mi corazón
quédate un poquito más

Y que el murmullo que deja al pasar el río
desde el barranco te recuerde al amor mío
todo el romance del agua y el pedregal.
Y con su luna y su corriente cristalina
sueña un poeta por las calles de Barinas
y el mismo cielo se vuelve sentimental

Luna del Santo Domingo
jubilosa y parrandera, lámpara del pescador.
Tú que te quedas silente
cuando te miro en el puente y vengo madrugador.
Y si la noche retrata la flor de una serenata 
quédate un poquito más.

Y que el murmullo que deja al pasar el río
desde el barranco te recuerde al amor mío
todo el romance del agua y el pedregal.
Y con su luna y su corriente cristalina
sueña un poeta por las calles de Barinas
y el mismo cielo se vuelve sentimental. 




Guillermo Jiménez Leal (Libertad de Barinas, 1947)


EL VIAJERO: por Ramón Palomares (inglés / español) "...Así comienzo mi aventura"



Ramón Palomares (Escuque, Trujillo, 1933)



THE TRAVELER

I let myself look back,
drink a glass and laugh
in everything like the sky
and its toast of fine liquor over my head.

This is how I begin the delicious party
in which the fair
is transformed by my heart
pure, stripped of bad flavors
and matters of contempt.

I enter like this,
resembling the morning winner
or the bird that steals the final star.
This is my luck
and that’s how my dice turn out,
my cards amid the towels that rule chance.

A woman lights up this face
from very far.
Made by her love,
to her I owe the shine of my mouth
and the bath offered in my lips
when beauty possesses me.

Shine so tall in my praise her breasts,
may they become the immortal iris.

Friends, deserters of the leap,
escapees from the honey of the game.

In what part, disseminated,
do the little past glories
sow the years with company
and cry, from nostalgia?

At each day
the sky thickens
and the ships move slowly.

Let us extend this love
and the only dew of kisses.

A toast, a toast to you,
precious love, gone
or coming
or nevermore.

And though this red rose die
and my forehead be crowned one day by the white rose
an intimate and purified pleasure will remain in the air.

No matter how much the airs don't call me
the aroma will live
and happiness will embroider the earth.

If you don’t know my name
my name is traveler,
who am unable to be the trinitarian flower.

But today I posses you, sun,
no less than the foam
or the hidden fish.

Time has passed since my father abandoned the city,
but my presence gives him credit.
And, constant,
the high mountains demolish the light,
and the horses play over the gold
under the final sun.

Brothers, how far,
what air so different do we breathe today,
at your wedding
Were there not tears?
Was the dress not stained by dawn
and did it not rain while we slept?

Does someone think of us
now, facing the plain,
when the descent of certain birds happens?

How long the afternoon
and given to meditation.
Soon, by the tree I look at beside night
dense shores will appear
brilliant toward the sky.

Because of all this I weigh
and compare at the pace of the winds
I see I must be somewhat sad.

But in an instant I blow out nostalgia
and pull happiness from myself
like the most beautiful flower from my body.

And at the pace of stars,
dead people
and disappeared events
I toast the hidden
the unknown birds of the next detour,
telling myself I will never return.

And that’s how I begin my adventure.




(The Kingdom, 1959)



EL VIAJERO

Me permito mirar atrás
tomar una copa y reír
en todo igual al cielo
y sus brindis de licor fino sobre mi cabeza.

Comienzo así la deliciosa fiesta
en que la feria
por mi corazón queda trasformada
pura, despojada de los malos sabores
y los asuntos del desprecio.

Entro así,
parecido al ganador de las mañanas
o al pájaro que roba la última estrella.
Esta es mi suerte
y así quedan mis dados,
mis cartas entre los paños amos del azar.

Una mujer alumbra este rostro 
desde muy lejos.
Hecho por su amor,
a ella debo el fulgor de mi boca
y el baño que en mis labios se brinda
cuando la belleza me posee.

Luzcan en mi elogio muy altos sus senos,
conviértanse en el lirio inmortal.

Amigos, desertores del salto,
huidos de las mieles del juego.
¿En qué parte, diseminados
siembran los años de compañía
y lloran, por nostalgia,
las pequeñas glorias pasadas?

A cada día
el cielo se hace espeso
y andan lentas las naves.


Alarguemos este amor
y el único rocío de los besos.

Un brindis, un brindis para ti,
precioso amor ido,
o venidero
o de nunca jamás.


Y aunque muera esta rosa roja
y mi frente sea un día coronada por la rosa blanca
quedará en los aires un íntimo y purificado placer.

Por más que no me llamen los aires
estará el aroma vivo
y la alegría bordará la tierra.

Si no se conoce mi nombre
me llamo el viajero,
el que no alcanza a ser la flor trinitaria.

Pero hoy te poseo, sol,
no menos que las espumas
o los peces ocultos.

Tiempo hace que mi padre abandonara la ciudad,
pero mi presencia le da créditos.
Y, constantes,
las altas montañas derriban la luz,
y los caballos juegan sobre el oro
bajo el último sol.

Hermanos, qué lejos,
qué aire tan diferente respiramos hoy,
en tu boda.
¿No hubo lágrimas?
¿No se manchó el traje de alba
ni hubo lluvia mientras se dormía?

¿Pensará alguien en nosotros
ahora, frente a la llanura,
cuando acontece el descenso de ciertas aves?

Qué larga la tarde
y dada a la meditación.
Pronto, al árbol que miro cerca de la noche
aparecerán densas riberas
brillantes hacia el cielo.

Por todo esto que peso
y comparo al paso de los vientos
veo que debo ser algo triste.

Pero en un instante soplo la nostalgia
y arranco de mí la alegría
como a la más bella flor de mi cuerpo.

Y al paso de los astros,
las gentes muertas
y los hechos desaparecidos
brindo a los ocultos
los desconocidos pájaros del rodeo próximo,
diciéndome que no retornaré más nunca.

Y así comienzo mi aventura.

(El Reino, 1959)




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